Natalia tenía veintitrés cuando Gonzalo le pidió de vuelta el anillo de compromiso. Fue en el pasillo tres, junto a las papas fritas.
Nunca supo por qué. Gonzalo no se despidió, la dejó llorando. Martín, el encargado de esa noche, se acercó a ella, le dio un chocolate caliente, una mantecada de vainilla y un abrazo.
La tienda quedó en silencio a las dos de la mañana porque Natalia se durmió. Martín le prestó una cobija que guardaba en el locker para las noches de frío. Esa madrugada no entraron muchos clientes.
A las cinco en punto, el olor a café recién hecho despertó a Natalia. Se sirvió un poco y pagó en caja.
—Soy Nat— dijo.
Martín le sonrió. Después de eso, no regresó a casa.
*
Me tomó exactamente una semana con dos días enamorarme de ti. Fue mientras comíamos un helado de chocolate con chispas de colores.
Esa noche fuimos a la feria. Te conté que le tenía miedo a los juegos mecánicos.
—Entonces vamos a los dardos. Si gano, puedes elegir el premio que quieras— dijiste tomándome la mano.
Después de aquel triunfo, nos sentamos en las bancas de color naranja que estaban alrededor del parque mientras abrazaba el oso café que habías ganado para mi.
—¿Te gustan las flores?
—Nunca me han regalado— dije.
Te levantaste de la banca, al regresar tenías en tus manos tres tulipanes rosados. Me los entregaste. Decías que eran mejores que las rosas. ¿Lo eran?
Durante tres años me regalaste flores cada sábado.
*
Después de unos días, Natalia se había aprendido parte de la rutina de memoria: la tercera ronda de salchichas se ponía a las tres, a las seis se rellenaba la máquina de café, a las diez era la limpieza de las neveras.
Se escondía en los pasillos a llorar. En el uno, en el dos, en el cuatro. Nunca en el tres. Natalia pasó siete días sin decir una sola palabra.
—¿Puedo ayudar? — preguntó a Martín durante la octava madrugada.
—De este lado las Coca-Colas, de este otro los refrescos de manzana.
Ambos acomodaron las bebidas en silencio. Un cliente entró y Martín tuvo que interrumpir la plática para ir a cobrar. Al regresar tenía en sus manos un suéter rojo.
—Mi esposa te mandó esto. Que te vas a resfriar si sigues así dijo.
Martín y Esperanza tenían treinta años de casados.
—¿Tienes hambre?
Martín dejó los refrescos en el suelo. Preparó dos sopas instantáneas de camarón y las puso en la mesa que estaba a un lado de la puerta de entrada.
—Ven, la cena está lista.
—Son mis favoritas, pero Gonzalo prefiere las de res. — dijo Natalia mientras se sentaba.
—¿Por qué sigues aquí?— preguntó mientras se llevaba el tenedor a la boca.
—No quiero irme, es todo.
Martín no contestó.
—Estoy esperando a Gonzalo— dijo ella mientras se dirigía a la nevera por dos jugos de uva.
*
El olor a pan recién horneado nos hizo parar en una cafetería. Éramos una especie de expertos catadores de pan dulce, aunque no teníamos ni la más mínima idea sobre cocina.
—¿Qué te pareció el rol de canela?—pregunté mientras veía a los coches pasar a mi lado.
—El mejor rol de canela del mundo.
Nunca te lo dije, pero cada cosa que nombrabas como “la mejor del mundo”, se convertía en mi favorita.
Seguimos el camino hasta que te detuve.
—Mira—señalé.
Un gato gris se asomaba en la ventana de una casa. Nos acercamos.
—Eres el amor de mi vida—dijiste y el gato se convirtió en testigo.
Sonreí.
Tú también eras el amor de mi vida.
*
—Buenas noches, Natalia —dijo Martín mientras se ponía el uniforme encima de la playera gris.
—El verde te queda bien— respondió Natalia, que ordenaba los vasos a un lado de la máquina de café.
—Lo mismo dice Esperanza. ¿Puedes decirme cuántas bolsas de doritos quedan? Necesito hacer el inventario.
Nat quedó inmóvil.
—No…
—Mejor ayúdame con las galletas, las de malvavisco— Martín la interrumpió —¿Qué vamos a cenar hoy?
—Lo de siempre, prepararé unos perros calientes con mucho queso para celebrar.
A las doce en punto, la mesa estaba servida y ellos sentados.
—¿No crees que ya es hora de que regreses a casa?
Natalia abrió una bolsita de cátsup.
—Gonzalo no va a regresar, Nat.
—Lo sé.
Las lágrimas de Natalia empezaron a mojar la mesa. Martín guardó silencio y la acompañó hasta que la tienda se llenó de clientes que observaban a su amiga llorar. Esa noche la comida quedó intacta.
*
—¿Quieres bailar?—preguntaste
Estábamos en la boda de una de tus mejores amigas. También era nuestro primer aniversario. Había comprado un vestido azul y dejé mi cabello suelto. Antes de salir dijiste que me veía preciosa. Todo el camino pensé en lo que podría platicar con tus amigos. Pero al llegar, nadie me saludó. Ni una sola palabra. Bailaste conmigo hasta que nos fuimos a casa, intentando que no creyera que lo sucedió en la mesa fue mi culpa.
—¿Hice algo mal? — dije mientras me ponía el pijama.
—No tiene importancia.
—¿Por qué no hablaron conmigo?
—Así son, no le des importancia— repetiste.
Pero sí se la di.
Y tú nunca entendiste eso.
*
Martín salió de la bodega con dos cajas de salsa de tomate.
—Se acerca el primer aniversario de tu mudanza.
— La sopa de camarón no puede faltar en el menú, por favor.
Los relámpagos empezaron a iluminar el cielo. Las noches como aquella significaban que no habría clientes. Llovió toda la madrugada.
—Ya teníamos todo listo, faltaba una semana para la boda.
Natalia contaba la historia de su compromiso fallido por centésima vez mientras su amigo llenaba los estantes con cajas de salsa.
—Paramos a comprar y de repente me pidió el anillo de vuelta. ¿Soy yo o las luces están más blancas de lo normal?
—Eres tú—contestó Martín
—Nunca entenderé. Definitivamente, las luces están más blancas de lo normal.
Natalia habló hasta quedarse dormida.
A las seis despertó. Fue al pasillo dos por una pasta dental y un cepillo nuevo.
—Hasta el martes, Nat. Mañana es mi día libre.
Natalia asomó la cabeza entre los estantes.
—Nos vemos el martes— dijo sonriendo.
Martín salió y Natalia, entre la lluvia, lo perdió de vista.
*
Me dejaste de querer un domingo en la noche. Eran las siete y estábamos acostados en la cama. Fui al baño. Me lavé la cara. El espejo retrataba muy bien mis ojos hinchados de tanto llorar. Lo hice por 48 horas seguidas. Eso no te lo dije porque hubieras respondido que nadie me lo pidió.
—¿Gonzalo quieres cenar algo? —grité desde el baño.
No respondiste. Llevábamos una semana sin hablar, nuna supe por qué. Caminé hacia la habitación.
—¿Quieres cenar algo? — volví a preguntar.
—No. Vístete, vamos a salir.
A las ocho salimos de casa. Caminamos sin rumbo. A las once dijiste que tenías que comprar algo en la tienda de convivencia por la que estábamos pasando. Entré contigo y nos paramos en el pasillo tres.
—¿Quieres unas papas? — dije.
—Quiero cancelar la boda, Nat.
*
Eran las nueve y Martín no había llegado al trabajo. Una hora de retraso. Julia, la encargada de la mañana, estaba impaciente.
A las nueve con cuarenta y cinco la puerta se abrió. Pero no era Martín, era un hombre de cabello castaño y tenía el mismo uniforme verde.
Natalia se acercó a él.
—¿Quién eres?
El hombre no contestó.
—¿Quién eres? ¿Dónde está Martín? —gritó Natalia.
Julia los observaba desde la caja.
—¡Contesta! ¿Dónde está Martín?
—Falleció esta mañana. La señora Esperanza avisó hace unas horas. Dijo que le avisara a Natalia, ¿eres tú?
—No, no, no, no. No puede ser.
Natalia dio la vuelta. Se preparó una sopa instantánea de camarón. Fue al pasillo tres, metió a su bolsa unos doritos y fue a la caja.
—Son cuarenta y dos con cincuenta— dijo el hombre.
—Quédate con el cambio.
Antes de salir se puso el suéter rojo. Al llegar a la puerta miró al hombre.
—¿Cómo te llamas?
—Alan.
—Alan, cuando regrese Martín, dile que me fui a casa.
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